Por Emilio Suárez
Al estar vivo me preocupaba qué iba a comer y a dónde iba a dormir, me la pasaba en el aserradero viendo como las maderas se convertían en polvo, pensaba que el hombre había sido hecho de la madera y no del barro, en primer lugar porque cuando dejaba de bañarme por varios día olía a madera y en segundo lugar porque cuando uno muere se hace como la ceniza de la leña. Por andar en esas tretas comencé a mirar al mundo como una inmensa cárcel y veía la posibilidad de escapara de toda Ley y norma, comulgaba sin hacer la primera comunión ni confesarme, iba al río a pescar con pólvora, me procuraba cigarrillos y licor de marca y colocaba monedas en los rieles con la esperanza de que algún día el tren pasará y se descarrilara y yo estuviese allí para ir a recoger las monedas de oro que decían llevaba. Comencé a espiar a las parejas que bajaban al río y se quedaban suspirando y haciendo del amor su perdición, esperaba a las chicas que salían del colegio para ayudarles con los libros y metía entre las páginas mariposas aplastadas y secas con la malicia de que cuando las descubrieran lanzarán el grito al cielo y averiguaba sobre los bravucones del colegio y vengaba a los débiles a veces yendo a sus casas y tirando huevos de gallina a las ventanas o emboscándoles en algún sitio remoto y cortando sus cabellos o hasta pintando sus rostros. Llegué a la mayoría de edad y sabia escribir y leer y por tanto a las autoridades me dieron la elección de la academia o la milicia y entonces solo exigí un diploma y un fusil antes de dar el paso marcial.
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